
Caminando de regreso a su casa, envuelta en un atuendo que marcaba elegantemente su cuerpo, el reflejo en la vidriera la detuvo de repente.
Mirándose como viendo una extraña se quedó perpleja. Su rostro carecía de sonrisa.
Un vestido de seda, unos stilettos al tono, un chal de terciopelo, una cartera que costaba dos veces el sueldo de su niñera, le gritaban un mensaje incomprensible.
Sólo conservaba un dejo de osadía en los colores.
La vida le había jugado una trampa, o ella era acaso la única responsable de la distancia.
Distancia de lo que era y lo que había deseado.
Como transportada a un sueño, logró verse en el mismo reflejo solo que con aquel estilo tan propio.
Esa joven recién graduada con la puerta de su jaula dorada mágicamente abierta por un tiempo.
Colores desafiantes, texturas incompatibles con la moda, sus pies casi descalzos, su cabello al viento, sus pinturas en el bolso junto a su almuerzo.
Nada le importaba entonces. No existían horarios, ni protocolos.
Su almuerzo era quesos, una baguette y un vino.
Un bastidor, un atril y un lienzo en blanco.
Todo lo que necesitaba para plasmarse libre.
Y por lo general ocupaban el horario de la tarde. Porque jamás lograba acostarse antes de que amaneciese.
Así era cuando confiaba en su afán por ser artista. Así fue el único premio de libertad que recibiera de sus padres. Un año dedicada a un París inolvidable.
Una romántica de la vida que pretendía vivir entre lienzos y óleos, entre marchants y exóticos personajes.
Quería pintar mas que nada en el mundo. El mundo era para ella un lienzo en blanco.
Un mundo donde sus dificultades desaparecían como por arte de magia, adonde no solo no sufría en silencio sino expresaba toda esa increíble capacidad creativa.